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La historia en crisis

Creo que la humanidad, y nosotros como parte de ella, está un poco cansada de las cosas prefabricadas. No solamente nos dan las lentejas enlatadas, sino también las ideas, los conceptos; todo está pre-hecho, todo está pre-pensado. En Nueva Acrópolis creemos en algo un poco diferente: que debemos volver a la naturaleza, pero ello no significa beber el agua con las manos, sino volver a dialogar, a hablar, a estar los filósofos -que así nos llamamos quienes humildemente buscamos la sabiduría con todos aquellos que también son filósofos.

Hemos dicho muchas veces que la palabra filosofía significa «amor al conocimiento». Todo hombre y toda mujer tienen amor por el conocimiento, quieren saber las respuestas a las preguntas que nos hacemos en la intimidad muchas veces: ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?, ¿por qué estoy aquí?, ¿por qué el universo es como es?, ¿por qué hay injusticias sociales, económicas o políticas?, ¿por qué hay olvidos históricos?, ¿por qué soy como soy y no soy diferente?, ¿por qué he nacido varón y no mujer? Estas preguntas hacen que cada uno de nosotros sea naturalmente filósofo, ya que filósofo se nace, no se hace. Como dijo ya hace mucho tiempo un gran filósofo y médico[1]: «Solo Dios hace médicos y solo Dios hace filósofos». Eso es cierto.

El tema de hoy, dentro de nuestra búsqueda filosófica, como si fuésemos una forma de Paracelso, va a versar sobre la historia en crisis. Vamos a ver qué entendemos por historia y qué entendemos por crisis, y sobre todo, por encima de todas las cosas, qué podemos hacer nosotros frente a esa historia que se nos presenta en crisis; porque la simple actitud contemplativa ante los problemas no los soluciona. Podemos cruzar un río cuando hacemos un puente, no cuando nos quedamos contemplando las aguas diciendo: «¡Qué profundas son!, no voy a poder llegar a la otra orilla». Como diría aquel viejo poeta[2]: «Se hace camino al andar», o al correr. El ser humano realmente tiene que accionar, tiene que actuar, tiene que convertirse otra vez en parte de la naturaleza viviente para poder convertir todo aquello interior que tenga en algo exterior, para que sea un entorno, un marco, que le permita vivir su existencia plenamente.

¿Qué es historia? Hay mil definiciones. Todos sabemos que en Occidente se dice que el padre de la historia es Herodoto, pues habría sido el primero que compiló de manera cronológica la historia. Pero más que un historiador propiamente dicho, Herodoto fue una suerte de periodista, ya que no se preocupaba de analizar en profundidad ni en altura los fenómenos que observaba; él narraba y contaba lo que a él le habían contado. En algunas cosas acertó, en otras no. Por ejemplo, dijo que en el centro de África había unos hombres muy pequeños que vivían en tribus y que mataban a los elefantes desde abajo; también dijo que había otros hombres que tenían un ojo en medio del pecho. En lo primero acertó, en lo segundo no. Aunque los pigmeos fueron negados durante dos mil años, la verdad es que existen y existieron también en su tiempo. Pero el interés histórico, el de conocer el pasado y registrar aquello que nos va pasando a cada uno de nosotros es mucho más viejo que Herodoto, y, obviamente, no es exclusivo del mundo occidental.

Cuando nosotros hemos tenido un buen día o, por el contrario, hemos tenido un mal día, un día de dolor, de sufrimiento, ¿qué es lo que recordamos? ¿El día y la hora? Obviamente, recordamos lo que nos ha dolido o nos ha pasado de bueno. Nadie recuerda: «El 5 de mayo de 1974 siendo las 16.22 horas me pasó tal cosa». Eso sería algo completamente anormal, algo que robotiza. Como seres humanos recordamos las cosas simplemente, pero no la fecha exacta; y nos parece que fue por 1972, que pudo haber sido por 1973, o a lo mejor fue en 1974. A veces no importa tanto en qué año nos pasó, sino cómo y qué nos pasó. Eso es lo fundamental.

En ese sentido, Herodoto no sería el padre de la historia, sino el más grande compilador dentro de los antiguos, que supo establecer un orden, una cronología bien específica sobre lo que estaba hablando. Por ejemplo, Homero también ha hecho historia cuando habló de la guerra de Troya, pues aunque no es cronológica, es una historia viva. Sabéis que se pensaba que la guerra de Troya era un invento o de mito de los griegos, pero desde el siglo XIX se ha ido demostrando que existió, y también existieron todos los personajes tan extraordinarios de los que él nos habla.

Ese afán por conocer las raíces de nuestro designio, ese afán por eternizar aquello que hacemos, ya he dicho que no sucede solamente en Occidente. En Oriente y en todos los antiguos pueblos vemos una gran preocupación por historiar, por narrar las cosas que pasaron. Si habéis ido a Egipto –yo he tenido la oportunidad de ir varias veces– habréis podido ver en los muros de los templos de qué manera se registra no solamente lo religioso o las grandes batallas de Ramsés II, sino también las cosas simples de la vida, las que podéis ver cuando salís de una mastaba, o de cualquier otro lugar donde están esculpidas o pintadas. En las figuras asociadas a los faraones o a los señores de hace cinco mil años, encontráis los burros de orejas gachas y grises, los cigoñales que sirven para sacar el agua del Nilo. Y cuando salís de ese mundo subterráneo, de ese mundo que aguardó cinco, seis o siete mil años, vais a ver algún burro de orejas gachas y grises que está caminando junto al río, o a algún hombre con la palanca que está sacando agua, o algún joven que os ofrece sus dátiles con las manos llenas. La historia es una preocupación de todos los hombres, pues todos tratan de alguna manera de inmortalizarse en algo, de hacer historia.

Se ha dicho que toda persona debe escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Es otra forma de historia también, no dejar el horizonte cuando nos vamos exactamente igual que cuando vinimos. Es decir, que tiene que haber una diferencia entre el momento en que llegamos al mundo y el momento en que salimos de él. Tenemos que haber hecho algo por nosotros mismos, no solamente leer el periódico o ver lo que los otros hicieron. Tenemos que estar engarzados en una historia viva; porque la historia no solamente la hacen los Alejandros y los Napoleones, sino también aquellos más humildes y menos nombrados que estuvieron cerca de los Alejandros y los Napoleones, que tuvieron fe en esas cristalizaciones de la historia. Las cordilleras no están hechas solamente por los grandes picos nevados que nos asombran y nos llenan a veces de un sentimiento místico y de arrobamiento; también están hechas con las faldas que los sostienen y los oscuros valles que los diferencian. De tal suerte, tenemos que ver que la historia no es cosa tan solo de los historiadores, sino de todos nosotros, de una vivencia humana; y la humanidad ha vivido la historia desde sus comienzos.

La historia de alguna manera se repite, a pesar de que algunos dicen que no. No se repite exactamente igual, ni nada se repite exactamente igual. Esa es una de las maravillas de la vida. Este momento en que este humilde filósofo os está hablando y vosotros con vuestra bondad estáis provocando que yo pueda hablar, es algo único que no se va a repetir jamás y que nunca ocurrió. Esto es la sacralización del momento actual.

El momento actual es pasajero, sí, pero no entendamos mal las teorías sobre la ilusión de las cosas. Hay una sacralización en cada una de las cosas que hacemos, aunque sean cosas triviales: nunca nos hemos puesto la corbata como hoy; nunca nos limpiamos las gafas igual; no vamos a volver a estar juntos como hoy; lo hemos estado muchas veces, sí, pero a lo mejor alguien faltó o estáis sentados de otra forma o yo estoy vestido de una manera diferente, o hay un ruido que antes no había… Hay algo, hay una hoja en el árbol, hay un pájaro en el cielo, hay un ruido, hay un silencio que es diferente al de otras veces. Cada momento de nuestra vida tiene una importancia, tiene una fuerza histórica. Vemos, entonces, que cada instante está como sacralizado, como individualizado perfectamente, y eso nos hace no caer en lo que hoy muchas veces los hombres caen: el aburrimiento, el creer que todas las cosas son iguales, que no vale la pena vivir, porque si la historia se repite, si un día sigue al otro de igual manera, si los días que nos restan van a ser iguales a los que ya vivimos… ¡Cuidado con esas ideas disolventes que parten de una mala interpretación de ciertas ideologías orientales, como la teoría del Maya, de la ilusión! Maya no es inexistencia, sino una ilusión con aspecto de realidad. Por ejemplo, este mueble, metafísicamente, ontológicamente, es ilusorio; esto es obvio, porque hace diez años, o uno, o cuatro no existía, y dentro de diez o veinte años no existirá. Desde el punto de vista del factor tiempo es nada más que un momento, una ilusión, algo pasajero. Pero si alguno se golpea contra él, se va a dar cuenta de que es una realidad hoy y ahora; y como estamos viviendo hoy y ahora, el mueble es para nosotros una realidad que no podemos olvidar. Entonces, cada momento de la historia humana, del pasado de la humanidad, encierra una realidad que no se puede repetir, y es inútil intentar de manera nostálgica hacer resucitar esa misma forma.

Lo que sí debemos hacer es aprender del pasado, poder tomar los elementos válidos para reconstruir otra vez un futuro; no solamente soñar un futuro, sino construirlo. A través de la historia hemos visto numerosas civilizaciones que se han alzado y han caído. Hace un par de días estuve en una ciudad pequeña y muy bella, que se llama Cuenca. Esa pequeña ciudad tiene muy cerca una serie de ruinas romanas que parecen muy humildes y están muy destrozadas, pero que demuestran que los romanos llevaron a ese paraje su civilización, su cultura. Hicieron sus puentes y aún hoy los campesinos aplanan los suelos con restos de columnas romanas encontradas por ahí, al igual que se han hallado bustos y joyas de esos romanos. El romano llevaba su civilización adonde iba, y la vivía. ¿Por qué luego cae? ¿Por qué cayeron las grandes culturas, las grandes civilizaciones? ¿Por qué cayó Grecia, con su Partenón?; ¿por qué cayó el imperio de los Han en China?; ¿por qué cayó la Aryavarta en India?; ¿por qué cayó Egipto, con sus pirámides y sus magos iniciados? Es una pregunta que debemos hacernos, pero no con angustia, sino con esa suerte de curiosidad del ser humano que está ante el tiempo y se pregunta, como Heidegger promueve en su obra «Ser y tiempo»: ¿Por qué lo que pasó ya no pasa? ¿Por qué lo que pasa no es lo que ya ha pasado? ¿Qué es lo que ha ocurrido en ese lugar? ¿Por qué las piedras duran más que los hombres? ¿Por qué las ideas se cristalizan en pinturas o en esculturas y llegan a ser incomprensibles para nosotros?

Es evidente que no solamente los factores materiales mueven la historia. Últimamente, desde la aparición del materialismo ateo, o más o menos ateo, se ha pensado que todos los motores de la historia son materiales. Eso es una verdadera necedad para cualquiera que conozca historia. Las Cruzadas no se hicieron solamente por elementos materiales o económicos. La Cruzada de los niños, por ejemplo, se hizo por alienación religiosa, por una fuerza moral.

En Cuenca vi un lugar donde hubo un señor hace dos mil años que era cantero. Cogía las piedras del lugar, simples piedras, y les daba la forma de columna romana, con las estrías y demás. ¿Qué es lo que construía?, ¿la materia o el espíritu? La forma es lo que contiene la materia, pero las características de la forma vienen del espíritu, del ser interior. Cuando nosotros tomamos barro y le damos la forma de una estatua, es porque hemos soñado la estatua y la vemos interiormente. No es el barro el que sueña la estatua, es el alfarero. El barro simplemente es el apoyo, el que cristaliza la idea del alfarero. Y ese hombre, en ese lugar que yo vi, donde encontraron todavía sus instrumentos, cogía piedras y hacía columnas. La piedra era de un lugar extraño, alejado tal vez, pero la columna, la idea de la columna, la idea de la belleza, el cálculo de la resistencia de los materiales, no lo eran; eso lo llevaba él en sí, en su propio mensaje histórico. ¿Qué hizo caer a esa gente que tenía esa fuerza? ¿Por qué luego vinieron los visigodos quemándolo y arrasándolo todo?

Por lo mismo que caen todas las civilizaciones y todas las cosas: por dos grandes factores. Un factor enigmático –que a mí particularmente me entusiasma y que no voy a tocar en esta pequeña charla porque sería demasiado larga–, el factor tiempo, esa dimensión tan extraña y rara. Y el otro factor fundamental es la pérdida del entusiasmo, del espíritu de construcción. Cuando una cultura, cuando un ser humano pierde la fe en sí mismo, en su nombre, en sus propios padres, en su patria, en la religión, en todas aquellas cosas que le habían sostenido, ese hombre se empieza a derrumbar por dentro, todo lo ve mal, lo interpreta mal, lo ve oscuro, el sol no alumbra, las noches no tienen estrellas, el amor es tan solo sexo, la política se convierte en una administración.

Es el espíritu el que vivifica las cosas. Yo os veo a vosotros ahora, o por lo menos veo vuestra apariencia física, vuestra ropa, vuestros rostros, y veo los colores porque aquí hay luz. Pero si apagásemos la luz, no nos podríamos ver como ahora, sino que nos veríamos todos grises, todos iguales. ¿Qué es entonces lo que hace que podamos distinguir los colores y las formas? Es precisamente la luz, que al incidir sobre nosotros nos da una idea acabada de qué es lo que tenemos enfrente. Y ¿qué es la luz? La luz es el espíritu. Cuando las culturas pierden el espíritu, pierden su capacidad de civilización, ya no se pueden expresar, ya no tienen idioma, ya no tienen lengua, no tienen creatividad, repiten las palabras que han oído, leen los papeles que han escrito otros, ya no pueden crear arte ni hacer música, ya no pueden creer ni en la amistad ni en el amor, ya no pueden ser filósofos.

De ahí que pensamos que en este momento de crisis de la historia, como si la historia se quebrase, es cuando más debemos reafirmar los valores del espíritu, que no son simplemente orar e ir a la iglesia. Los valores del espíritu son muy complejos, son múltiples y, sin embargo, en el fondo son esencialmente simples.

Hoy estamos desinformados de la historia; la historia la escriben siempre los que ganan. A veces nos enteramos de hechos cuando han pasado ochocientos, novecientos años, cuando prácticamente ya no nos importan. Hoy estamos en un momento de cambio, en un momento en que hay cosas que dejan de ser y otras que empiezan a ser. Hay valores que ya no nos sirven, que ya no están, y aunque estén físicamente, se han hundido en la faz temporal. Como el mundo cambia, evoluciona, gira, todos los que se quedan en un lugar se hunden en la tierra como las viejas piedras, como las ruinas de los romanos o los griegos. Así que no tenemos que aferrarnos desesperadamente a las formas que pasaron. Lo que tenemos que hacer es tomar esas formas y recrearlas, lanzarlas hacia el futuro como las flechas se lanzan desde los arcos.

¿Es que podemos acaso quitarnos las canas? Las podemos disimular con algunos tintes, pero sabemos que las canas siguen y que el tiempo pasa. No lo veamos como un mal tampoco, porque es un bien natural y es hermoso; las canas son la corona que nos ha dado el tiempo a aquellos que hemos visto muchas cosas. No nos avergoncemos de nuestras canas. Si queremos proyectar un mundo en el futuro se basará en la experiencia de nuestras canas y en la fuerza piadosa de los jóvenes. El viento nuevo tiene que llevar las nuevas alegrías del hombre nuevo y no las canas quebradizas de los hombres viejos. Tenemos que entender que no nos podemos aferrar a un presente-pasado, sino que tenemos que aferrarnos a un presente-futuro, y cuando digo futuro lo digo de una manera constructiva. Recordad a Ortega y Gasset cuando decía que se puede huir hacia adelante. ¡Cuidado!, a veces el futurismo no es más que una forma de huida de un presente que no podemos resolver, que no podemos solucionar. Tenemos que vertebrar la historia, como decía también Ortega y Gasset, encontrarle un sentido y una unión entre sus eslabones, y el sentido de la historia es la Filosofía de la Historia.

En un mundo en crisis, en un mundo en cambio, donde por ejemplo, la potencia material más grande del mundo no puede rescatar a unos desaparecidos, e incluso los aviones de rescate chocan entre sí, muriendo varios soldados, desgraciadamente.[3] Si esto ocurre en tan grandes imperios, en la más grande potencia que aparentemente existe en el mundo, con aparatos que ven en la noche, con sofisticados misiles crucero que avanzan a ras del suelo y suben y vuelven a bajar, y ¡son incapaces de manejar dos o seis helicópteros! Entonces, vemos que el factor no está en la parte técnica, sino en la humana. Eso es lo que tenemos que rescatar, el valor humano, el sentir de nuevo que somos nosotros los que tenemos que saber hacer las cosas bien, no solo las máquinas.

Toda civilización se apoya, fundamentalmente, en seres humanos, y si queremos remontar esta crisis y volver a escribir páginas memorables y dignas en el libro de la historia, si sentimos la necesidad imperiosa de una nueva civilización, de una nueva cultura, de un nuevo arte, de una nueva ley, de una nueva belleza, de una nueva poesía, de una nueva fe, de una nueva forma que nos lleve hacia arriba y hacia adelante, debemos tomar la crisis de la historia que está ante nosotros no como una barrera, sino como una puerta que debe ser abierta, y las dificultades como peldaños que nos ayuden a subir, aunque sea un esfuerzo, dentro de nosotros mismos y también colectivamente.

Es obvio que estamos pasando momentos difíciles en lo económico, en lo moral, en la convivencia. ¿A quién no le han forzado la puerta de un piso?, ¿a quién no le han tratado de robar algo en el coche?, ¿quién no ha tenido un problema de cualquier tipo? Esto pasa en todas partes, pero no lo debemos ver con temor, de ninguna manera. Mirad esa pobre gente: van con una palanca para abrir y hurtar. Son pobres infelices que no saben trabajar, que no saben enfrentar la vida y van por la espalda y de noche, cuando creen que no hay nadie, que ya no hay más hombres.

Debemos enseñarles que todavía hay seres humanos, que existen ideales, que existen fuerzas que nos manejan y que nosotros manejamos, como Zeus manejaba sus rayos; debemos demostrarles que el ser humano no es tan solo un triste amasijo de huesos, de carne, de músculos, de vísceras; que el hombre es una encarnación de la naturaleza, que es un hijo de Dios y, por lo tanto, tiene en sí toda la parte angélica que le permite su voluntad y que puede realizar empresas una y otra vez, una y otra vez, inexorablemente.

¡Que gire la rueda del tiempo!, que nosotros volveremos con nuestra palabra constructora, con nuestras manos llenas de argamasa, con nuestros pies cansados a recorrer caminos una y otra vez, inexorablemente, porque queremos historia. Al contrario que los materialistas que se han inventado una historia dialéctica hace un siglo, nosotros enfrentamos toda la historia de la humanidad, nosotros tenemos historia, pues nuestras palabras fueron pronunciadas muchas veces y se levantaron una y otra vez de las diferentes crisis; nuestras imágenes se reprodujeron muchas veces en paredes y en muros de muchas ciudades olvidadas y perdidas. Nosotros tenemos un pasado y un presente, y con ellos vamos a tener un hijo: el futuro; un hijo resplandeciente que al principio será pequeño pero que estará en la cuna de sus antepasados, y cuando diga su primera palabra sonará en la historia.

Tengamos fe en lo que estamos haciendo, y sabed que si en Nueva Acrópolis enseñamos en el primer curso, «Filosofía de la Historia», no es simplemente por diversión, sino por la necesidad de conocer lo que es la enseñanza de la historia. Tal vez, tan solo a pocos de vosotros, los historiadores, os interese saber que los caballos que conducía Ramsés II en la batalla de Kadesh por ejemplo, se llamaban «Victoria en Tebas» y «Mut está satisfecha» o que el nombre de su león amaestrado era «Degollador de enemigos» y que sus garras estaban forradas en bronce, pero a todos os interesa saber qué fue lo que empujó a este faraón a enfrentar él solo a todo un ejército enemigo.

Sabéis que en esa famosa batalla hubo un momento en que el ejército egipcio se desperdigó y él se quedó solo, en su carro de guerra, frente a unos 40.000 soldados. En lugar de retroceder, invocó al dios Amón, se puso bajo su protección y se lanzó a la lucha empuñando su arco y sus flechas. Esta acción logró paralizar a los hititas, causando numerosas bajas. Gracias a este portentoso ejemplo de valor personal se reagruparon las tropas egipcias, hicieron retroceder a los hititas hasta la fortaleza de Kadesh y se pudo cambiar el cariz de la batalla.

Esto nos conmueve, hace que nuestra alma se estremezca. Recibimos un mensaje, porque todos de alguna manera llevamos dentro a un Ramsés II. Esa fuerza ancestral y profunda que llevamos todos no penséis que ha pasado, no; la tenemos dentro, y si hacéis una pequeña introspección, una meditación profunda, vais a encontrar que se alzan desde allí las grandes figuras de la historia, las cristalizaciones de nuestros sueños. Vais a encontrar que se alza la espada de Arturo, la lira de Orfeo y la adarga del Quijote. Si buscamos dentro de nosotros mismos vamos a reencontrar todos los elementos vitales que levantan una cultura y que plasman una civilización.

Por eso, hoy nuestra charla ha tratado sobre un tema tan importante, el de la crisis en la historia, pero de este tema hemos saltado a otro que es fundamental: la solución de esta crisis en la historia. Nosotros os ofrecemos elementos válidos para esa solución. Está en vosotros tomarlos o no, con toda la fuerza de vuestros ancestros, con toda la fuerza que han puesto en vosotros vuestros abuelos, con toda la esperanza de vuestros hijos y vuestros nietos, con todo el viento de la historia que está detrás de vosotros, con todo el futuro que os aguarda. He aquí que, en un momento de muerte o desolación, debemos decir como Cristo a Lázaro: «¡Levántate y anda!» Y ese andar es hacia el futuro, hacia el mundo nuevo y el hombre nuevo que vendrá mañana. Yo os saludo en nombre de ese futuro.

Jorge Ángel Livraga Rizzi.

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